El poeta Rafael Alberti desciende de las escalerillas de un avión de Iberia en 1977 que le trae a España desde el exilio. © Wikipedia
“Me fui con el puño cerrado y vuelvo con la mano abierta en señal de concordia entre todos los españoles”. La mente del último poeta de la Generación del 27 se llenó de esperanza un 27 de abril de 1977, cuando al llegar a España después de treinta y ocho años de exilio —veinticuatro en Argentina y catorce en Italia—, y lejos de aquel Douglas DC-3, aterrizaba ahora en un país que apuntaba modernidad, subido al carro de la new age, pero acotado por el terrorismo de los GRAPO y ETA.
Llegaba un artista encerrado en sus libertades, en aquellas tertulias gestadas en los años veinte, dónde la rebeldía elevaba la cultura y la inquietud alumbraba el recuerdo. Donde también se rendía homenaje con especial entusiasmo a los grandes literatos, testigos de profundos cambios. Homenajes como el que se realizó en 1927 a Luis de Góngora, olvidado por la cultura oficial —esas cosas siguen ocurriendo a pesar del pregonado amor a la erudición—. En el Ateneo de Sevilla, organizado por José María Romero Martínez, un grupo de poetas hechizados por el surrealismo, que escribían entre risas juveniles versos intencionadamente disparatados o sublimes, recitaron poemas en honor del insigne cordobés. Pisaban la tierra y huían de lo vastos sueños incumplidos con una poesía introspectiva y pensamientos prosaicos.
Rafael Alberti tocaba tierras españolas a finales de los 70 con una mirada a un pasado hecho presente, en el que Cernuda, Salinas, Lorca y él mismo, entre otros, gestaron la segunda Edad de Oro de la poesía española. Generación de locos sensatos, amantes de ideas escritas con rimas, de placeres prohibidos, de insatisfacciones. Impulsores de publicaciones revolucionarias e implicaciones políticas que miraban de reojo las rejas grises que encerraban sus pasiones.
La Generación del 27 indagaba cuando nació el arte por el arte, el arte deshumanizado, quizá por oposición al espíritu de la Generación del 98. Desde el principio fue fiel a tendencias modernistas, o más bien, vanguardistas. Jóvenes que se hicieron viejos escribiendo y pintando en un alarde de insolencia y lirismo. Las plumas y pinceles se unían con el mismo fin: revolucionar, reivindicar, sublimar, transportar y unir, no separar. Salvaguardar lo que otros habían creado. Obras como Las Meninas o Carlos V a caballo en Mühlberg, entre otras, fueron salvadas por la labor de una alianza intelectual sin precedentes.
Esa inquietud que muchos desearíamos tener hoy, encarcelaron las normas a las que había que someterse. Una actitud trivializada en la actualidad por pseudointelectuales que comercializan con disimulo, pero que es la responsable de que un artista crezca y deje lo mejor de sí en hojas de papel o lienzos de tela, en partituras o escenarios. Es el arte que huye del materialismo, el más puro, el comprometido, el rebelde, y que el poeta revivió al bajar de ese avión en el Aeropuerto de Barajas.
Lento y orgulloso, con chaqueta en mano, mirada tierna y firme, e inminentes compromisos políticos en su maleta, Alberti recordó la inquietud desmedida que lo llevó a preguntarse cuál era su misión en el mundo en una década frustrada por inútiles batallas. Aquel Rafael de entonces pleiteaba en su interior con versos futuristas e insondables. Eran tiempos en los que había que huir, pero en los que los genios se juntaban para defender el arte en medio de irreverencias políticas. Ocurrió con él mismo y el pintor cubista. Rafael Alberti y Pablo Picasso se conocieron en 1933.
Su amistad duró toda la vida. Ambos se alimentaban con creaciones reivindicativas cargadas de mensajes encriptados, movimientos abstractos y poemas en busca de libertad. El pintor del azul y el rosa amaba la poesía y los poetas, a quienes abismaba como lo hacía con las mujeres en un sentido erótico, vital, y desde luego plástico. Al marinero en tierra le ocurría otro tanto con la pintura, que definía como “la fingida realidad del sueño”, y sobre la que escribiría un hermoso libro, dedicado precisamente a Picasso. Y en el malagueño, en sus ojos y en sus manos, encontraba Alberti su máxima exaltación.
Alberti llegaba a España treinta y ocho años después de un largo exilio. En su memoria: su vida, sus recuerdos y los sueños, llenos de fingida realidad, y gracias a los que regresaba a lugares en los que el calendario había puesto barreras. Sueños y recuerdos, versos y pinceladas que dejaron encendida para siempre la atmósfera de las últimas tertulias antes de su marcha, y que el portuense supo revivir con sabiduría, cada día de los veintidós años posteriores.