Una de las momias provenientes de Egipto que se encuentran expuestas en los Museos Vaticanos. © Andrés Nieto

Me fascinan las momias, la verdad. Todavía no sé si es una filia o una fobia, en ello me encuentro. De lo que estoy seguro es que el interés aumenta con los años. Y, lo peor del caso, desconozco los motivos. Ya se lo imaginarán, las egipcias ocupan el lugar de honor. Están asociadas a las expediciones arqueológicas (británicas, of course), a la era victoriana y a las películas de terror, pues las momias, como sujetos pacientes entre el mundo de los vivos y de los muertos, pueden volver a la vida, es decir, pasearse por las pelis de terror.

Una momia egipcia es sequedad, polvo, muchas vendas y la miseria de la carne que se ha amojamado a base de ungüentos junto al oropel de los ajuares funerarios. Así eran los faraones, gente sencilla a la hora de enterrarse. Por eso el joven Tutankamón ocupa el primer puesto del top ten de seres humanos conservados como jamones, pues su tumba se encontró intacta. Muchos de sus compatriotas acabaron en anticuarios y en las mesas de disección de falsos médicos que creían en sus poderes curativos (!).

Luego se encuentra Juanita, la niña inca que sacrificaron y abandonaron a más de seis mil metros de altura en Arequipa, Perú. No tiene vendas, ni falta que le hace con el aire seco y helado de esas alturas. Su ropa está intacta, como sus músculos y como el estómago lleno todavía de comida. Su rostro nos conmueve y nos sale de golpe una mueca de ternura ante una niña de doce años petrificada tras siglos de olvido. Que conste, no quisieron momificarla sino entregarla a los dioses. Vaya ceremonias se cocían los incas por aquellas tierras.

¿Qué me dicen de los desgraciados habitantes de Pompeya? ¿Podemos llamarlas momias? Debate. Si la momia se pueden considerar un fósil, pues damos en la diana, pero no se hizo adrede, fue un mero accidente de la geología o magmático, como lo prefieran. Se trata más bien de una fotografía de romanos que huyeron de la erupción del Vesubio. Más ejemplos. La turba es una venda, como lo oyen. Lo pueden comprobar con el llamado hombre de Tollund, un cuarentón de la Edad de Hierro, que se ha quedado como un trozo de carbón de hace más de dos mi quinientos años.

Existe un turismo de momias, créanme. No sé si me apuntaré algún verano de estos. Museos y santuarios construidos en su honor. Hasta la política ha usado a las momias para afirmar sus valores frente a los de su oponente. Ahí sigue la de Lenin en la Plaza Roja de Moscú, en esa rara postura que parece que acaba de dar una cabezadita antes de seguir con el trabajo en su despacho (perseguir a troskistas).

¿Se momificarían tras su muerte, en una ceremonia laica en la que su cuerpo soportaría los avatares del tiempo? Piensen en el lugar, en las ropas que llevarían, en el olor a naftalina y formol, y las miradas de los curiosos desfilando ante uno de sus más dulces sueños, el de la eternidad. Horror. Nadie más acertado que el príncipe Hamlet para hablar de la muerte: «Morir, dormir… ¿dormir? Tal vez soñar». Lo dicho.

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