Colgado de una soga. Sentenciado, condenado. Odiado, olvidado por todos. Muerto, lejos de este mundo. © ^CiViLoN^
Me sorprendió la noticia, debo admitir que con cierto agrado, cuando agosto apuraba la última semana. Apenas crucé dos palabras con él y fueron insultos. No merecía mucho más que el desprecio. Hablo de un cobarde, un bocazas, un ladrón. El mal bicho, supe, había elegido un digno final para su vida indigna. Una cuerda al cuello, una viga, una silla y la determinación de quitarse de en medio prematuramente. No es difícil aventurar lo que le rondaría por su cabeza enferma, el miedo cerval con total seguridad. El panorama que se había forjado invitaba a la huida. Órdenes de alejamiento, palizas a su mujer y a su hija. Apreturas económicas, dos juicios por malos tratos a la vuelta de la esquina. Los últimos días de un indeseable integral, un tipo que sobraba a bordo de este barco de la vida.
Rebasaría apenas el medio siglo, el metro sesenta y cinco de estatura, lucía un poblado bigote de otra época. Sé de algunos a los que no les hubiera importado patear el único soporte que le sujetaba a su perra vida. Fue una tarde de calor y moscas, en su destartalada casa de campo. Aquellos que tuvieron el infortunio de soportar su desagradable presencia, sus amenazas, sus gritos, sus golpes, pueden respirar tranquilos.
Siendo justos habría que reconocerle un último mérito, en lo que ha terminado por ser la decisión más afortunada de su lamentable vida. Al menos no imitó a muchos de los malditos maltratadores que, antes de ahuecar el ala, se llevan por delante a la persona que tienen más a mano. El muy cabrón hizo lo posible y lo imposible para joder la vida a los suyos, pero tuvo el detalle de perdonarla al final. Aunque ni por esas ha inspirado compasión su suicidio. Más bien alivio, la cruel indiferencia en el mejor de los casos. La certeza de que, tarde o temprano, ciertas cosas han de despeñarse por su propio peso.
No merece ni que se recuerde su nombre. Es penoso tener que cruzarse siquiera una vez en la vida con un sujeto de esa calaña. Le recuerdo amenazante, de puntillas, con el brazo derecho levantado, achispado, ridículo. «Ya te cogeré», era su advertencia más osada. Nunca te cogía, evidentemente. Si se cruzaba con tu sombra por la calle, más o menos sobrio, agachaba la cabeza, aceleraba y ponía pies en polvorosa camino del mismo bar cochambroso de siempre, el del insoportable olor a fritanga.
Colgado de una soga. Sentenciado, condenado. Odiado, olvidado por todos. Muerto, lejos de este mundo. Un digno broche al que acompañarían no pocos suspiros de alivio. Nada que lamentar, en fin, absolutamente nada.