Con el tiempo, habrá que reinventar el concepto de las vacaciones en los países occidentales. © Marco Magrini
Me temo que somos unidireccionales hasta en las vacaciones, tal vez sean los mercados, malditos mercados, los que dirigen la flecha del verano hacia las playas abarrotadas. Las vacaciones (al menos las que coinciden con el mes de agosto) deben ser otra cosa. No sé, algo que no sea —es inevitable pensar en la palabra— masificadas. Y no se crean que no hay pocas opciones para llevar la contraria a la industria turística. Las ideas son gratis.
Una deber asumible es caminar por un bosque sin que escuchemos de fondo el ruido de un motor diesel. No hace falta internarse en el de Fangorn, nos pilla muy lejos. Basta con que no haya gritos de familias ni postes de alta tensión en el horizonte. La playa no es el foco de nuestras desdichas estivales. También se debe caminar por una playa solitaria (¡), bueno, dejémoslo en que no haya urbanizaciones interminables y bares de menú del día (sangría más paella) en inglés y en alemán, las lenguas del Imperio.
Haga una ruta, pero, claro está, que no esté señalizada con letreros del tipo Junta de Andalucía ni que un guía con tatuajes tribales y botas de marca sea nuestro anfitrión. Es difícil abstraerse o buscar lugares que realmente no estén gastados por la multitud de dedos que tocan todo lo que ven sus ojos. No somos los Moresby en Tánger, ni el joven Julian Sands en Florencia. Qué le vamos a hacer.
Habrá que reinventar las vacaciones, no nos queda otra, y no sólo hablo de dinero., de dejar lo que algún nos hicieron creer (yo nunca me lo creí). Apunten una última propuesta, elijan una buena sombra, si es de una parra mejor, y lean con tranquilidad Guerra y paz. Mastique la magnífica novela de León Tolstói a sorbos de tinto de verano. Vale por todo un verano (de los normalitos, de los de toda la vida).