El nacimiento de Venus (1484) representa una de las obras cumbres del maestro italiano Sandro Boticelli. © Galería Uffizi 

Nunca acarició su cabello ni pellizcó sus mejillas. Sus labios no los pudo besar, ni admirar sus palabras. El aroma siempre fue imaginado.

Qué tuvo que sentir el maestro del Quattrocento italiano que con tanta virtuosidad interpretó el neoplatonismo de la época; creando fusiones de temas paganos y cristianos que parecían venir de un futuro; elevando la estética y elegancia como elementos indispensables del Arte. Y todo bajo un único prisma. El prisma de su amor por la bella dama rubia. Unos sentimientos que se volatilizaban mientras pensaba, plasmaba mientras pintaba e iban in crescendo con elegancia intelectual y exquisitez mientras vivía.

En 1485, nueve años después de la muerte de Simonetta, Sandro Botticelli acabó El nacimiento de Venus, homenaje póstumo a la bella dama. Entre tanto, todas las mujeres de sus obras conservaron sus rasgos, el de la joven de Cattaneo o de Génova, no se sabe… según algunas fuentes, de Portovenere, el lugar de nacimiento de la diosa Venus. Al fin y al cabo era ella: Simonetta Cattaneo, o Simonetta Vespucci, nombre de casada. El afortunado hombre, Marco Vespucci, era familiar del futuro explorador florentino, y a quién por suerte o desgracia, tuvo que agradecer el pintor haberla conocido para convertirla en su musa. 

Un amor que le hizo temer a otras mujeres y al matrimonio. No se le conocieron relaciones ni excesos sentimentales. Incluso fue acusado de sodomía mientras disfrutaba de una vida imaginaria junto a ella, La sin igual, y que hizo que dejara las más hermosas y equilibradas obras pictóricas hechas en una época donde estancamiento y evolución peleaban entre sí.  

El nacimiento de Venus, detalle.  © Galería Uffizi

Los rasgos y el misterio de Simonetta pasaron a ser el prototipo de la belleza femenina que inspiró la era del Renacimiento. En eso coincidían artistas, nobles y plebeyos, lugareños, navegantes y extraños. Todos Inventaban historias para acercarse a ella. Los hermanos Giuliano y Lorenzo de Médici también sucumbieron a sus encantos. Celebraban justas y combates para ganarse su afecto, como aquel 28 de enero de 1475, en los juegos de La Giostra, que bajo la razón oficial de exaltar un éxito diplomático, se escondía el cumpleaños de la bella Simonetta.

Una contienda de la que salió victorioso Giuliano, quien la eligió como dama de su corazón. Delante de éste, un estandarte con una pintura de Boticelli: Minerva y Cupido, y una imagen con una clave: Ella, representada en forma de Minerva al pie de brillantes ramas de olivo. El pintor dejó inmortal la gloria con que Giuliano se cubrió en el torneo, encendiendo o no —no se ha sabido nunca— el corazón de La sans pareille, La sin igual.

Éste era el lema en francés de ese estandarte que la describía y que se paseaba con orgullo un año antes de la muerte de la mujer más bella de Florencia. Título por el que se le empezó a conocer desde entonces y que se extendió por toda Europa. Muchos historiadores la nombran ahora como la mujer más hermosa del Renacimiento. Una belleza que el destino quiso inmortalizar. Murió con sólo 23 años, en el mes más hermoso, abril.

El nacimiento de Venus, detalle.  © Galería Uffizi

La inocencia seductora, una piel blanca consentida por una presumible tuberculosis y la intriga de sus ojos, ganaron la batalla a la vejez, pero no fueron vencidas por la muerte. En los cuadros del artista de Florencia, en cambio, su belleza permanece intacta.

Boticelli pidió que lo enterrasen a sus pies, en la iglesia de Ognissanti —el templo de los Vespucci— en Florencia. Y así fue. El famoso pintor fue el hombre que más la amó. La hizo suya en silencio y eternamente. Logró poseerla cómo ningún otro hombre lo hizo: con el Arte.

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