El Costa Concordia fotografiado poco después de la tragedia detrás del faro del puerto, varado tras el faro del puerto. © wikipedia

Apenas he tenido tiempo de secar las babuchas después de vivir en mi propio pellejo (virtual) el naufragio del simpar RMS Titánic, cuando ya me he metido en otra aventura náutica. No lo puedo evitar, los barcos me llaman desde lo más profundo de mis instintos o ¿será el inmenso mar como le ocurriera Joseph Conrad? Sin son barcos del siglo pasado mejor y, si llevan velas y tres palos, pues la monda. Por eso no me da por contratar un crucero por el Mediterráneo y menos que el capitán tengo el pelo negro, un poco ondulado y brinde tan sólo con las pasajeras de pelo rubio  (¡Ay, ay… Schettino!).

Pues sí, me he vuelto a embarcar en la vieja Surprise. No quiero que acabe la serie de novelas Aubrey-Maturin del señor Patrick O’Brian, pero no puedo resistirme a leer otra y otra, y así hasta que llegue a la número veinte, porque en verdad no es la última, sino la última que pudo escribir su autor antes de morir. En esta ocasión, La patente de corso, nos trasladamos al archipiélago de las Azores y, un poco más tarde, al asalto de un buque francés cargado de valiosas mercancías. Apenas hay tiempo de respirar en cubierta, que si curar unas heridas, que si comprar cuerda en Riga… y el pobre Maturin que sigue enamorado de Diana Villiers, lástima.

Francesco Schettino durante una de las vistas del juicio por el naufragio del Costa Concordia. © La Sexta

Así se llega a las últimas páginas, con el deseo ferviente de seguir en la fragata Surprise antes de que la desguacen en cualquier puerto cuajado de piratas. La singladura en zapatillas de andar por casa tienen estas ventajas: no te mareas, no comes carne salada con guisantes todos los días, no te haces adicto al láudano y apenas te mareas en los procelosos mares del Atlántico Norte. Todo lo demás es realidad y, como se sabe, con la realidad no se juega, por muy dura que sea, ¿verdad Schettino?

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