Tiene el sol de otoño en las calles de la Ciudad la apariencia siempre de una primavera encurtida. © AdriánNúñez
Releo algunos párrafos de la segunda parte de El conde de Montecristo. El señor Edmundo Dantés, entre otros encargos vitales, prepara su venganza con la sentencia del lujo, de las fiestas, de los oropeles que contrastan con las penalidades sufridas en el castillo-prisión de la isla de If. Levanto la vista del libro y no puedo evitar echar un vistazo por la ventana, como si la lectura fuese un ejercicio físico que requiriese un descanso.
En cambio, más allá de la ventana, de esa frontera de cristal, la Ciudad es apacible y sosegada en una tarde que se escapa, como un día cualquiera en la celda del personaje de Alejandro Dumas. Apenas se escucha el murmullo del exterior, donde me gustaría oír el traqueteo de los carruajes y los pregoneros; pero me equivoco, son niños que juegan a perseguirse en carreras tan sudorosas como inútiles.
Tiene el sol del otoño en la Ciudad, la apariencia de una primavera encurtida. El brillo ocre en las espadañas desvencijadas del casco histórico es una herramienta ilusa contra el zarpazo del invierno. La Ciudad en otoño también es una gran novela decimonónica, a su manera, con más encuentro que drama, con más sinceridad que apariencia. De ahí que en las tardes de otoño se perciba en el ambiente la extraña certeza de lo literario.
Vista desde el interior de una celda en la isla-prisión de If. © Cristian
Un telón de oscuridad se echa al atardecer. Anochece, ya en la calle caen unas finas gotas de lluvia que han emborronado una tarde única, tal vez la última, del otoño. Hay que abrigarse. Justo en la esquina de la plaza hay un mendigo que alza la mano en busca de unas monedas. Pensaba inocentemente que era el Abate Faria que había conseguido la libertad.