Una imagen de la célebre película de David Lean estrenada en 1962 y protagonizada por Peter O’Toole. © Lowell Thomas
Andaba en tratos con el cuidador de los camellos de la Plaza de la Encarnación, que si unos dinares arriba, que si unos dinares abajo… Al final se negó a que condujera su recua hasta las primeras casas de Damasco. Lo mío no es el regateo, la verdad. Pensé por unos momentos en los ponis y hasta en el burro, que adorna un Belén improvisado de cartón piedra. En verdad no se puede atravesar el desierto con un plan tan improvisado, pero es que servir al gobierno de Su Majestad tiene esos inconvenientes.
Los turcos otomanos todavía controlan Arabia y las ciudades santas. Estamos en 1917 y sin camellos no se puede negociar con las tribus, y mucho menos con el rey Faysal. Así que me perdí en las calles llenas de gente, en un zoco indescriptible de tiendas en rebajas, vendedores de globos de Bob Esponja, un violinista eslavo, un mago, un señor que hacía pompas gigantes de jabón, un grupo de japoneses que caminaban agarrando un palo con una cámara fotográfica en el extremo y un coro de campanilleros.
Con un mapa del servicio cartográfico de Su Majestad en la mano preguntaba por Áqaba en la calle Cuna. Nadie me respondía. Algunos pensaban que pedía limosna. “Creo que está en la Puerta de Jerez, la única salida que tenemos al Mar Rojo”, me comentó un gorrilla, que tenía rasgos semitas. Ya eran cerca de las ocho de la tarde, y la jaima sin montar, con el frío que hace en el desierto por la noche. Tenía las cargas de dinamita encima para saltar por los aires la línea férrea que une Medina con Damasco. Me tentó ponerla en los raíles del Metro Centro, estuve en un plis de intentarlo, pero me dio cosa, con el buen servicio que realiza ahora a pesar de tantas críticas.
Una imagen de la célebre película de David Lean estrenada en 1962 y protagonizada por Peter O’Toole. © The Classics
Entonces un señor vestido de Mickey Mouse me llevó a la puerta de una librería. Allí me mostró un estante con libros de viajes, la mayoría guías turísticas, pero entre tanta recomendación de hotel y palabras básicas en cualquier idioma del mundo, se encontraba un tesoro. ¡Alá esté con vosotros! Me he comprado Lawrence y los árabes, de Robert Graves, y en eso estoy, leyendo a la sombra de una palmera (libre todavía del picudo rojo)… en el oasis de la Plaza de la Gavidia.
Cuando acabe su lectura —me durará en las manos un par de horas— no tendré más remedio que seguir la fugaz pero intensa vida de ese bajito e irreverente inglés que recitaba suras del Corán en apacibles noches en el desierto. Al llegar el verano me pondré ropas ligeras y llevaré bajo el brazo Los siete pilares de la sabiduría, el último libro de Thomas Edward Lawrence, es decir, nuestro amigo Lawrence de Arabia.