Una manada de leones sesteando en la sabana son una de las imágenes más habituales en las narraciones de aventuras. © Adair Broughton

Leones, lo que se dice leones, esos felinos de melena dorada y rugidos amenazadores, no hay en mi barrio. Bueno, tengo mis dudas, como un buen cartesiano, o un relativista, azote de las Escrituras. Como hacer la compra en el Mercadona es toda una aventura, es mejor salir de casa cuando el sol del trópico apenas toca los primeros bloques del barrio. No es por nada, pero sentí un cosquilleo —seguro que no era de miedo, no se preocupen— cuando caminaba junto un escampado, una sabana artificial que la crisis inmobiliaria ha perdonado de los dictados del ladrillo.

Entre los cardos y una mesa Lack de Ikea arrumbada estaba dormitando una leona, sí, una leona de unos seis años. Volví sobre mis pasos, evidentemente no tengo el valor de Frederick Selous ni de Jim Corbett. Cuando doblé el kiosko de la ONCE, me eché a correr y llegué a casa para ponerme el salakot y cargar el rifle. Ya sé que es una réplica, pero llevarlo al hombro da seguridad en medio de la jungla de la ciudad. De esa estampa me sentía otra persona, pero había perdido la lista de la compra. Total, unos filetes de pollo y rollos de papel de cocina no son nada cuando puedes cobrar una pieza de ese porte.

Cuando llegué al escampado me agaché todo lo que pude. Mi vecino Antonio, que ayuda a colocar la fruta en los puestos del mercado, señalaba con el dedo, se reía y no dejaba de cantar unas bulerías, tal vez una técnica aborigen para hacer que las manadas de leones huyan. Porque, ¿qué hace una leona sola en mi barrio? A lo mejor es una leona moderna que quiere independencia, un poco hipster, la verdad, o es una devorahombres, como aquellos tan famosos felinos que se zamparon a los trabajadores de la línea de ferrocarril de Tsavo a finales del siglo XIX. ¡Vaya usted a saber!

Los leones devorahombres pusieron en jaque las obras del ferrocarril de Tsavo a finales del siglo XIX. © Marc

Me interné en la jungla de cardos, un conjunto sin desbrozar de malas hierbas y bolsas de basura del escampado. Cuando me di cuenta estaba junto al semáforo. Me ofreció un señor unos pañuelos de papel y un ambientador con forma de pino. Creí entender que me hablaba en suajili y me decía: «¡Bwana, simba…!». Le hice gestos para que fuese mi porteador: íbamos a cobrar buenas piezas, un rinoceronte, un eland, algún que otro búfalo cafre y esa maldita leona devorahombres. Empezó a reírse y me dedicó un baile.

Me sequé el sudor, miré el termómetro de la rotonda que marcaba sus cuarenta y dos grados centígrados, y todavía sin comprar el pollo, las doce de la mañana en la sabana. El vendedor de pañuelos ya había ganado a esa hora cinco euros, los suficientes para dar de comer a su familia durante un par de días. Yo, en cambio, estaba a punto de deshidratarme por culpa de las ansias de ver ese trofeo disecado en una de las salas del Reform Club.

No me pregunten por lo incongruente de este suceso, pero ocurrió. Lo juro sobre la mismísima tumba de Denys Finch Hatton. Tan sólo sé una cosa: esto pasa por leer en el meses más calurosos del año libros como el del del coronel John Henry Patterson y meterse en el cuerpo un mojito de más sin alcohol, por supuesto. No lo hagan nunca, por favor, aunque el termómetro llegue algunos días a los cincuenta grados.

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies