El frac se engloba dentro de las prendas masculinas de etiqueta desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. © Suitopia

Qué queréis que os diga, en mi barrio ocurren cosas extraordinarias. Ya durante un verano me topé con una leona de camino al Mercadona cuando iba a comprar helado de turrón. Le eché valor y pasé de largo, y cuando ya estaba cruzando la calle, lejos de sus rugidos, puse la mueca del coronel Patterson. A los pocos días, en un aparcamiento, estaba paciendo una reducida manada de bisontes americanos y eso que los pobres sioux llevaban en la reserva más de cien años y no había caballería federal por los alrededores. Cosas de mi barrio.

El otoño se presentaba tranquilo, después de comprar, eso sí, cuarto y mitad de kraken en la pescadería, pero hace unos días, otra vez en el supermercado, un señor de más de ochenta años se paseaba vestido de frac con un tetra brick de leche (desnatada, por supuesto) en la mano. Le saludaron las cajeras y él —con aire de distinción— a lo suyo, que si una lata de berberechos por aquí o una tableta de chocolate por allá. Dio las buenas tardes y se fue a su casa, dos portales más allá del mío.

Traje de pingüino es la denominación coloquial e irónica que recibe el frac masculino. © d-etiqueta

Pero es que en la puerta del supermercado había un cartel que anunciaba un concierto de Navidad donde un señor con sombrero tejano y gafas de sol nos amenizaría la velada con los ritmos de la selva amazónica. El señor del frac se volvió, leyó el cartel junto a mí y dijo en un tono más propio de las estancias de Darlington Hall: “¡Qué interesante, una fiesta con ritmos internacionales!”. Me hubiera encantado ir con él a esa fiesta.

Entonces decidí ir al centro de la ciudad, otra de las rutas aventureras más feroces que se pueden hacer en estos tiempos. Reuní unos pocos pertrechos, nada, apenas un kit kat y los auriculares para escuchar música. Y nada más llegar me encuentro con una recua de camellos, una familia de ponis al completo, un puesto de choricitos al infierno, otro de buñuelos y gofres, una marabunta de gente interminable, luces de colores que iluminaban las calles y unas setas gigantescas adornadas con guirnaldas de neón. No salgo más del barrio me encuentre a quien me encuentre, lo juro.

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