Mirar al vacío de una ventana no es más que mirar también hacía los adentros del observador. © Little Grey Box

El erotismo es un acto sencillo que esconde una gran complejidad o, bien mirado, es un hecho complejo que esconde una gran sencillez, como lo prefieran. Ocurre como con el concepto del tiempo. Sabemos que discurre, pero sólo en el presente y según el observador que se encuentre justo en ese momento. Así que se pueden dar todos los presentes en un mismo punto. ¿Será posible que un acto erótico se quede anclado en un mismo lugar hasta el fin de los tiempos? Como comprenderán, la Física moderna coquetea constantemente con el erotismo.

Una mujer, mucho mejor si está descalza, como la de la imagen que ilustra este artículo, mira por una ventana con toda la placidez que desprende una mujer que no se siente observada. Es un acto de intimidad absoluta. Ya me seguirán un poco la reflexión, eso creo. ¿Es un acto sencillo o complejo? No lo sabemos. Tiremos por alto. Mirar por la ventana no es ver sólo el mundo desde fuera, es también echar un vistazo a los adentros. Así que esa mujer no pierde el tiempo mirando, sino que estará observando otras cosas. No es perder el tiempo, todo lo contrario, se gana en lirismo, en reflexión, son sus gotas ácidas de filosofía. Y tiene su punto melancólico, no me lo negarán: ver cómo los demás viven, se apasionan o aman.

Pero mirar de manera contemplativa es también un acto sexual, un deseo de los sentidos, una divagación lujuriosa sobre el paso del mismo tiempo y, si me apuran, sobre el mismo acto de mirar. Hay que ser un poco Emily Dickinson desde su ventana de Amhrest: no hace falta poner un pie en la calle. Escribir sobre los demás, atisbar otras vidas desde los visillos apenas deslizados por unos dedos blanquecinos de no salir de esa misma habitación en años. O también ser la señorita Lucy Honey Church, que busca en Florencia el marco de una ventana, con más ahínco que una inmejorable vista del duomo.

No hay que ser tampoco decimonónicos para buscar una ventana de la que engancharse para regodearse en mirar; también las hay modernas, muy modernas. Como las que usa la joven Charlotte desde su hotel en Tokio. No me digan que su mirada no es erotismo puro, esos ojos perdidos en derredor sobre una ciudad masificada y llena de transeúntes ajenos al crepitar de la vida. Recuerden las mariposas posadas sobre el vano de la habitación de Fanny cuando sueña con un John Keats más allá de este mundo que le dio por dejar por escrito un buen día: «Si fuese como tú constante, brillante estrella».

Hay otras mujeres que miran por ventanucos opresores que dejan pasar la luz de la vida, que a ciertos ojos encarna al pecado. Es la pobre Adela, que está perdida en las mismas neblinas de las Tierras Altas en las que otra mujer que mira y espera por una ventana: CatherineOlive Chancellor, en cambio, mira por una ventana nueva, abierta de par en par a las nuevas libertadas bostonianas, pero se le cierra de golpe cuando el amor entra como un temporal y pone patas arriba una habitación victoriana que coqueteaba con un lesbianismo nunca declarado.

¿Y si a una mujer que mira por la ventana se le ocurre abrirla? Evidentemente es un acto de libertad, de osadía incluso: ir más allá de la frontera inviolable del hogar. Entonces, ¿se mira por la ventana abierta de la misma forma?, ¿se asoma esa mujer para seguir mirando con más interés que antes, tras el resguardo y seguridad de los cristales?

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